EL FRENTE NACIONAL FUE CREADO para ponerle fin a la violencia bipartidista. En este sentido, alcanzó su objetivo.
No obstante, la pragmática salida no logró convocar la realidad política nacional. Con el tiempo, diversos sectores se comenzaron a organizar en una oposición que reclamaba por haber sido excluida. Esta agitación se agravó con los movimientos internacionales de izquierda, que en el país, como en otros de América Latina, se expresaron en movimientos guerrilleros. La violencia, bajo nuevas formas, se recrudeció y sólo se supo complicar con la aparición del narcotráfico, fenómeno que permeó tanto a la sociedad como al Estado. Para entonces el Frente Nacional ya se había acabado, pero el poder seguía en manos de los dos partidos tradicionales, que no encontraron la forma de detener, con una institucionalidad amañada y deteriorada, la sangrienta y aterradora escalada de la violencia. Aunque la idea de un nuevo contrato social surgió del movimiento estudiantil, la sociedad se unió y con la Séptima Papeleta se formó la primera Constituyente.
Hace 20 años, el organismo encargado de reorientar los principios fundamentales del país inició deliberaciones. En sus sillas, se vieron miembros del recién desmovilizado M-19, minorías religiosas, étnicas, sindicalistas, mujeres, esto es, nuevas fuerzas sociales, que fueron capaces de eliminar el antiguo principio unificador —una lengua, una raza y una religión— y reemplazarlo por el pluralismo. La Constituyente supo profundizar el sentido de la democracia, la fundó en la tolerancia e incluyó la defensa de la diversidad política, social, cultural, religiosa, de género y sexual. A los nuevos principios se les concedieron nuevas herramientas: se aumentó la participación ciudadana mediante el plebiscito, el referendo, la revocatoria al mandato y se facilitaron los mecanismos para la creación de nuevos partidos. Además del espacio para la diversidad, la Constituyente creó derechos de toda índole para guiar el desarrollo del país hacia un verdadero Estado social de derecho.
La amplitud de la Constituyente en materia de libertades políticas ha representado, sin duda, importantes avances dos décadas después. Las cosas, sin embargo, no parecen ser las mismas para sus pretensiones sociales. A pesar del aumento en el gasto —que duplicó el déficit fiscal— y la implementación de múltiples programas sociales —cada vez más focalizados— el país no sólo ha sido incapaz de garantizar los nuevos derechos, sino que las condiciones más básicas de mejoría social parecen estar estancadas, si no empeorando. Según un estudio de Eduardo Lora, la desigualdad sigue estable desde hace décadas, y la pobreza no ha descendido sustancialmente después del 91. El desempleo pasó de 10,6% en 1990 a 13% en esta década, mientras Latinoamérica está en un promedio de 8,7%. La informalidad hizo lo mismo: pasó de 54% a más del 60%, mientras el promedio de la región es de 35%. Aunque los avances en cobertura de salud después del 91 son notables, los avances en la cobertura en educación son mediocres y los de calidad son peores. Los servicios públicos han mejorado, pero la tenencia de vivienda disminuyó: antes del 91, 59,3% familias tenían casa propia, hoy cerca del 57%, y en la región, el 68%.
Al estancamiento social, por fortuna, no lo ha seguido un incremento de la violencia. Aunque muchos oscurezcan este logro con el final de los 90, época de auge de las guerrillas, expansión del paramilitarismo y del narcotráfico, lo cierto es que la tasa de homicidios en 1991 era de 70 por 10 mil habitantes, en 1999 descendió a 60 y hoy oscila alrededor de los 40. Al igual que la libertad, el orden del país ha mejorado gracias a la Constituyente. ¿Por qué, si hemos mejorado en lo demás, estamos estancados en lo social? Colombia, dos décadas después, es un Estado de derecho, a secas y no estaría de más preguntarse si acaso no puede ser la misma Carta la culpable de que esto sea así. (editorial El espectador).
No obstante, la pragmática salida no logró convocar la realidad política nacional. Con el tiempo, diversos sectores se comenzaron a organizar en una oposición que reclamaba por haber sido excluida. Esta agitación se agravó con los movimientos internacionales de izquierda, que en el país, como en otros de América Latina, se expresaron en movimientos guerrilleros. La violencia, bajo nuevas formas, se recrudeció y sólo se supo complicar con la aparición del narcotráfico, fenómeno que permeó tanto a la sociedad como al Estado. Para entonces el Frente Nacional ya se había acabado, pero el poder seguía en manos de los dos partidos tradicionales, que no encontraron la forma de detener, con una institucionalidad amañada y deteriorada, la sangrienta y aterradora escalada de la violencia. Aunque la idea de un nuevo contrato social surgió del movimiento estudiantil, la sociedad se unió y con la Séptima Papeleta se formó la primera Constituyente.
Hace 20 años, el organismo encargado de reorientar los principios fundamentales del país inició deliberaciones. En sus sillas, se vieron miembros del recién desmovilizado M-19, minorías religiosas, étnicas, sindicalistas, mujeres, esto es, nuevas fuerzas sociales, que fueron capaces de eliminar el antiguo principio unificador —una lengua, una raza y una religión— y reemplazarlo por el pluralismo. La Constituyente supo profundizar el sentido de la democracia, la fundó en la tolerancia e incluyó la defensa de la diversidad política, social, cultural, religiosa, de género y sexual. A los nuevos principios se les concedieron nuevas herramientas: se aumentó la participación ciudadana mediante el plebiscito, el referendo, la revocatoria al mandato y se facilitaron los mecanismos para la creación de nuevos partidos. Además del espacio para la diversidad, la Constituyente creó derechos de toda índole para guiar el desarrollo del país hacia un verdadero Estado social de derecho.
La amplitud de la Constituyente en materia de libertades políticas ha representado, sin duda, importantes avances dos décadas después. Las cosas, sin embargo, no parecen ser las mismas para sus pretensiones sociales. A pesar del aumento en el gasto —que duplicó el déficit fiscal— y la implementación de múltiples programas sociales —cada vez más focalizados— el país no sólo ha sido incapaz de garantizar los nuevos derechos, sino que las condiciones más básicas de mejoría social parecen estar estancadas, si no empeorando. Según un estudio de Eduardo Lora, la desigualdad sigue estable desde hace décadas, y la pobreza no ha descendido sustancialmente después del 91. El desempleo pasó de 10,6% en 1990 a 13% en esta década, mientras Latinoamérica está en un promedio de 8,7%. La informalidad hizo lo mismo: pasó de 54% a más del 60%, mientras el promedio de la región es de 35%. Aunque los avances en cobertura de salud después del 91 son notables, los avances en la cobertura en educación son mediocres y los de calidad son peores. Los servicios públicos han mejorado, pero la tenencia de vivienda disminuyó: antes del 91, 59,3% familias tenían casa propia, hoy cerca del 57%, y en la región, el 68%.
Al estancamiento social, por fortuna, no lo ha seguido un incremento de la violencia. Aunque muchos oscurezcan este logro con el final de los 90, época de auge de las guerrillas, expansión del paramilitarismo y del narcotráfico, lo cierto es que la tasa de homicidios en 1991 era de 70 por 10 mil habitantes, en 1999 descendió a 60 y hoy oscila alrededor de los 40. Al igual que la libertad, el orden del país ha mejorado gracias a la Constituyente. ¿Por qué, si hemos mejorado en lo demás, estamos estancados en lo social? Colombia, dos décadas después, es un Estado de derecho, a secas y no estaría de más preguntarse si acaso no puede ser la misma Carta la culpable de que esto sea así. (editorial El espectador).
Comentarios
Publicar un comentario